Cuando nos perdemos en lo que pudo haber sido y no fue
Tomar una decisión implica siempre una incertidumbre. Si tuviéramos certezas absolutas, no habría conflicto ni elección, solo una única opción evidente.
Pero la realidad es otra: al decidir, intentamos predecir el futuro con un margen de error inevitable.
Por ejemplo:
Cuando decidimos alejarnos de una relación de pareja, de amistad o familiar porque sentimos que no nos hace felices, lo hacemos con la esperanza de mejorar nuestra vida. Sin embargo, ninguna decisión es perfecta ni exenta de costos.
Toda elección implica renunciar a algo, y es en esa renuncia donde a veces nace la duda ¿estaré haciendo lo correcto?
Con el tiempo, es posible que empecemos a idealizar lo que dejamos atrás. Nos preguntamos si tomamos la decisión correcta simplemente porque la alternativa elegida no nos satisface del todo.
Aparece la nostalgia por lo que «pudo haber sido y no fue», y creamos una ficción que olvida el motivo original del conflicto y donde lo desechado parece más atractivo solo porque ya no lo tenemos.
Además, nuestras decisiones no siempre coinciden con la percepción de los demás. Lo que para nosotres es un acto de madurez para les demás puede ser visto como un abandono o una huida.
A veces, la mirada ajena pesa más de lo que debería, y si nos dejamos llevar por ella, podemos llegar a tomar decisiones que, a largo plazo, nos resultan insostenibles y nos meten de nuevo en el conflicto.
El futuro siempre irá por delante, inalcanzable y desconocido.
No podemos diseñarlo a nuestra medida con precisión milimétrica. Se construye con cada elección que tomamos y con aquellas que dejamos de tomar.
La clave no está en obsesionarnos con lo que pudo haber sido y no fue, sino en confiar en que seremos capaces de continuar sin obsesionarnos tampoco con lo que tendría que ser.
Porque vivir requiere un esfuerzo.
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