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Según mi opinión, la esperanza es un estado.
Es el estado que nos lleva a confiar en que todo va a ir bien, que algo bueno va a venir o que nuestra suerte va a cambiar.
La esperanza nos ayuda a enfocar el futuro con ilusión.
Si hay esperanza hay futuro, algo se puede hacer, o por algo merece la pena seguir.
Nos invita a actuar.
De hecho, la falta de esta, es uno de los criterios importantes a la hora de determinar la satisfacción con la vida de una persona.
Si creemos que hagamos lo que hagamos nada va cambiar, nada haremos. El futuro se difuminará, nos sentiremos desesperanzadxs y nos invadirá la tristeza y la apatía.
Por lo tanto tener esperanza es una fortaleza, un factor protector contra la tristeza y el desánimo y es importante entrenarlo para tenerlo siempre en plena forma.
Tener esperanza nos ayuda a encontrar las oportunidades, a valorar nuestras capacidades y a equilibrar nuestras valoraciones, ya que, por defecto, tendemos a ver antes lo posible que lo probable, lo malo que lo bueno o regular.
Pero la esperanza no es un milagro, ojalá bastara esperar a que algo pase para que así sea. Hay que saber que esperamos, que deseamos, si no, no tiene sentido y después pensar si vamos a poder conseguirlo. Si la respuesta es sí, nos ponemos en marcha pero si la respuesta es no, hay que tomar la decisión contraria y dejar ese lugar, esa tarea o a esa persona y buscar otro sitio para nosotrxs.
Por lo tanto la esperanza necesita como condición necesaria no alejarnos de la realidad.
Si por el contrario lo hacemos, desenfocamos nuestro presente y apelamos a la esperanza milagrosa o mágica, alargándola en una espera sin sentido, podemos infravalorar nuestro malestar consecuencia de nuestro estado actual y mantenernos en situaciones que no van a cambiar, que no nos gustan o incluso que supongan un riesgo para nosotros.
Esperanza, a veces sí, a veces no.
Artículo escrito por Begoña Peraita.